Sant Genís dels Agudells es el epicentro de un mundo. Nosotras peregrinas de otro tiempo, el de la aceleración y el estrés. Acompasadas por la respiración la calle del Sinaí se hace pendiente y el camino cuesta arriba. Nos sentimos andar descalzas mientras el pálpito de la tierra nos hace cosquillas en las plantas de los pies. Dejamos atrás la ciudad y nos adentramos en el Valle hasta llegar a una encrucijada de caminos.
Atrás nuestro queda el antiguo sendero que llega desde Vallvidrera bordeando el barrio de Penitents. Tomamos el camino que se abre a nuestra izquierda, una vía secundaria que voltea los patios traseros de las casas. Tras la tapia de piedra se alcanzan a ver los jardines privados de las unifamiliares. Bajo el signo del confort estándar está dispuesto un tresillo junto a otros muebles de jardín, es el triunfo del plástico termoformado y el diseño. Más allá un triste césped recordado deja ver una piscina.
Atravesadas por la humedad, que después de las copiosas lluvias nos sube de la tierra, avistamos huertas en el lado opuesto del muro. Imaginamos son huertas furtivas entre el follaje surgidas como champiñones para aplacar el hambre en época de crisis. Venimos del duro asfalto del llano a la exuberancia verde del Valle de Hebrón. Más arriba el camino se abre a un mirador formando un saliente delimitado por zarzas al que nos subimos. Desde aquí se domina el Valle, en su centro Sant Genis.
La Parroquia de Sant Genís dels Agudells fue una de las diez primeras del Pla de Barcelona, con un origen que se remonta al siglo X. El barrio conservó un aire rural hasta que en los años cincuenta fue víctima de la especulación inmobiliaria, se levantaron grandes bloques destinados a la población migrante. Después se orientó la construcción con viviendas de mayor calidad destinadas a una pujante clase media.
Retomamos el camino que se abre visualmente a la circunvalación del Valle. Abajo en su zona central una amplia cancha de fútbol en remodelación nos invita a descender por unas escaleras laterales. La instalación deportiva está salpicada de charcos, desde ella nos da la impresión de pisar el escenario de un anfiteatro en la misma falta de la montaña que actúa como pantalla insonorizada del jaleo de la ronda. Cruzamos el torrente que baja directo de la montaña, sobre el paso una higuera se sostiene triunfal. A partir de aquí regresamos al ruido de la ronda y a pisar el gris asfalto que nos conduce a la era de Sant Genís. Junto al empedrado y diseminados por toda la pendiente crecen enormes acantos. Nuestras rodillas se resienten con la altura de los peldaños. Ya casi estamos arriba cuando aparece en nuestro campo de visión la puerta cerrada de la parroquia. Los horarios que se anuncian en la puerta nos dan margen para volver quizás más tarde y visitarla. Desde la era la vista debió ser espectacular, hoy su horizonte se halla recortado por un bloque que hace de parapeto visual. La codicia inmobiliaria sacrificó la panorámica de Sant Genís. Bastaría tomar un borrador y eliminar el edificio que le hace sombra, juego a hacerlo como si estuviera editando una foto en la pantalla de mi ordenador. De un plumazo cambió el paisaje. Podría seguir jugando y bajar el volumen del omnipresente tráfico de la ronda.

Deambulamos sin rumbo calle arriba, tomamos al azar el primer desvió y nos perdemos en los detalles que vamos encontrando a nuestro paso. La cuesta es cada vez más pronunciada, nos detenemos a tomar aire y a observar nuestro alrededor, se esfumó la prisa. La calle dibuja meandros entre las casas de verjas ajardinadas con limoneros. Todavía las hay de autoconstrucción con bonitos detalles en sus fachadas, conchas caracoles y restos de azulejos dispuestos a modo de mosaico. A medida que subimos las azoteas se perciben como un único techo continuo; un corrido de terrados, escaleras, pasamanos, pasarelas y accesos a distinto nivel. Recuerdan la topografía constructiva de los cerros chilenos de Valparaíso pero con el mediterráneo al fondo.

Vamos lentos, muy lentos viendo como el paisaje cambia en cada curva, el cielo se abre aún más a cada paso. Desde aquí el mar es una amplia franja azul, que a esta hora de la tarde es azul cobalto. La ciudad es la antesala del mar, un abigarrado cúmulo de grises con destellos de luz solar proyectados en las vidrieras de los edificios más altos. Reconocemos algunos de ellos como faros en la tarde barcelonesa, su silueta aérea es inconfundible.
Arropados por la línea del horizonte ascendemos sin aminorar el ritmo, girando de vez en cuando sobre nuestros pasos para no perdernos el espectáculo de degradados del atardecer. Determinados por llegar a algún sitio pero sin saber a donde, alcanzamos el final de la calle. Una calle sin salida y sin urbanizar en su tramo final, abierto a uno de los lados el precipicio de la montaña. Alzamos la vista hacia el otro lado, la colina pelada sube vertical hasta la carretera de les Aigües. Restos de muro se localizan en su parte alta, son las ruinas de los contrafuertes del monasterio de Sant Jeroni del que no queda mucho más. De su presencia da testimonio su nombre, según la tradición en sus inicios monjes provenientes del monasterio de Sant Jeroni de Hebrón, establecieron su casa en estas tierras en el siglo VI. Las fuentes documentales se remontan a finales del siglo XIV con la fundación y edificación del monasterio en ese mismo lugar, sufragado por la reina Violant de Bar conocedora y admiradora de las virtudes de la comunidad de ermitaños. Hay otra versión que sugiere la presencia de aguas medicinales descubiertas en las proximidades del monasterio.
Medio kilómetro más adelante se distingue la cubierta de una gasolinera, ocupa parte del solar de la antigua comunidad monástica, la otra parte la cruza la carretera de Sant Cugat. Sant Jeroni de la Vall d’Hebron fue destruido y abandonado desde las revueltas de 1835, saqueado en varias ocasiones hasta desaparecer finalmente. Las únicas ruinas que se mantienen en pie son los mencionados contrafuertes y unos muros cercanos a la gasolinera que pertenecieron a su ermita de Santa Magdalena.

Arxiu Històric de la Ciutat, Barcelona
Retrocedemos hasta un desvío que nos lleva a rodear la zona urbanizada por su perímetro más alto. La carretera cruza sobre una profunda torrentera de exultante verdor y continua más abajo entrando en el barrio. Nos sorprende ver como en el mismo lecho del torrente hay una vivienda construida entre una floresta de vegetación de humedal y olmos. La humedad debe calar las blancas paredes recién pintadas de esta pequeña casa, que además dispone de un nutrido huerto en el lado más central del torrente. Construida sobre terreno acuífero peligra en las temporadas de lluvias, suponemos que más que vivienda debe tratarse de una cabaña para el disfrute de la huerta.

Las crónicas revelan que todos los peregrinos encontraban cobijo y comida en el viejo monasterio. Eran numerosos los devotos que visitaban su iglesia, también personajes ilustres acudían en búsqueda de salud y reposos. Los penitentes se alternaban con los cazadores que internándose en los bosques próximos cazaban jabalíes. Sin duda el lugar escogido por los monjes era privilegiado, se alza sobre el valle al abrigo de Collserola. Más sorprendente es el legado que dejó el monasterio a la ciudad, pues según cuentan albergaba una colección de lo más diversa, animales llegados de los cuatro continentes. Destruido el recinto sus ilustres invitados tuvieron mejor destino, fueron a parar a lo que fue un incipiente zoológico de Barcelona. Imaginamos el traslado de elefantes, jirafas, cebras y tigres desde los parajes del Valle, entonces un lugar alejado de la urbe, hasta las inmediaciones del nuevo emplazamiento en la ciudad. Un espectáculo sorprendente ver salidos de Collserola a una fauna tan exótica para nuestra latitud.

Seguimos con nuestra travesía de circunvalación movidos por la senda de aquellos elefantes. Cruzamos junto a un amplio torrente que en su parte superior dispone de una zona de picnic con bancos y mesas bajo unas prominentes acacias. A pie de carretera y sobre el murete de acceso alguien ha construido un pequeño altar, en su interior la imagen de una virgen con flores y unas velas a sus pies.
Y es que la Vall d’Hebrón guarda muchos secretos que ya casi son leyenda. Como el que versa Verdaguer en su poema de La llenyataira de Sant Genís dels Agudells, en el que narra la desventura de una mujer caída en desgracia por la muerte de su esposo y desaparición de su hijo en la guerra de Marruecos. De cómo sobrevivía recogiendo leña que luego vendía en el barrio del Born, y de cómo por medio de una caída azarosa debida al agotamiento de la anciana mujer, la leña enraizó y fue imposible separarla de la tierra. Cuando un grupo de hombres acudió en su ayuda entre el fardo de leña apareció la imagen de la virgen. La devoción popular quiso levantar un altar allí mismo, el que sería después el santuario de la Verge de l’Ajuda ubicado en la calle Carders 18.

Descendemos al barrio por unas escaleras de nueva construcción y llegamos a una zona ajardinada, es el mismo torrente que vimos antes desde arriba que atraviesa la huerta. Presidiendo los jardines en su parte central está majestuosa la Font del Roure. La fuente se alza en un círculo construido con ladrillo, sobre el grifo una placa nos recuerda que es obra de la comunidad vecinal “El col·lectiu Agudells” y fue inaugurada en 1986. Bebemos de su agua, nos refrescamos en su memoria, pensando que quizás el constructor del altar que encontramos hace un momento conoce la historia que poemó Verdaguer. O que quizás las fieras del zoo recuerdan el paso de sus ancestros por el Valle como su particular arca de Noé. Froto mis manos bajo el chorro de agua fría. Mejor sería devolver a los animales a su entorno natural y dejarles libres. Me lavo la cara. Igual se podrían afectar los edificios mamotretos que obstaculizan el horizonte y de paso eliminar la suciedad sonora de la ronda, mucho mejor convertirla en un paseo. Para todo ello necesitaremos que la Verge de l’Ajuda acuda en nuestro socorro y nos eche una mano. A falta de botella que llenar, recojo agua en un último sorbo que acumulo en mis mejillas.